- ¡Ya voy! ¡Ya voy! - Exclamó nuestro protagonista - ¡Sasha, no te pongas pesada!
Dentro de aquel hogar se encontraba O’Beoir dando de comer a sus grandes mastines, Sasha y Robin, mientras que esperaba a que su estofado terminase de cocinarse. Los dos perros comenzaron a devorar su comida con avidez.
Una vez los perros se hubiesen tranquilizado, nuestro buen doctor se sentó en un sillón junto a su chimenea con la única compañía de sus animales, su delicioso estofado, una cerveza helada, su fiel pipa que olía a manzanas y uno de sus libros favoritos. Vestía ropas cómodas aunque abrigadas a causa del invierno pero a pesar de ello se cubrió con una pesada manta.
Aquello era paz. Un respiro de este mundo que tan loco le parecía a veces. No necesitaba más.
Pero los dioses tenían otros planes para aquella noche.
El relinchar de los caballos sacó a aquel hombre pelirrojo y fornido de su querida lectura ¿Quién sería a estas horas?
Se levantó malhumorado, dejó a un lado su cena y su lectura y se dirigió hacía la puerta que conducía al exterior del lugar, no sin antes tomar su ballesta. No habría sido la primera vez que le entraban a robar en su villa.
Una vez fuera dirigió una mirada al camino que subía por la colina. Dos largas filas de árboles escoltaban aquel sendero pero allí a lo lejos distinguió a un jinete. Aquel hombre galopaba con brío y espoleaba a su montura a ir más deprisa, lo que asustaba a los animales que se encontraban en las caballerizas que rodeaban aquella casa.
- ¿Qué sucede? - Dijo la voz soñolienta de Prod a las espaldas de O’Beoir. El joven soldado había ido a la casa del buen doctor para estudiar y llevaba ya un rato dormido. Había salido con una manta sobre sus hombros, una lámpara de aceite en la diestra y una espada ancha en la siniestra.
La media luna iluminaba la campiña con un suave tono plateado y entre las sombras de los cipreses el médico creyó distinguir al enorme jinete. Cada vez se acercaba más, apremiando a su animal. Aquello debía ser urgente.
Un sonido que surgió de su derecha asustó a O’Beoir. Cuando se giró vio la silueta de un ave posada sobre el tejado de una de las cuadras. Se trataba solo de un simple pájaro negro como aquella noche estrellada, pero que se encontrase justo entre la Luna y él lo hizo estremecer, como si de un mal augurio se tratase.
- Es Kodran - Las palabras surgieron de entre los labios del doctor, que los había liberado de su fiel pipa, pero con cuidado, como si aquellas palabras pudiesen traer a la mala suerte.
El gigante vikingo montado en su enorme caballo de guerra finalmente los alcanzó, estaba ataviado con su armadura completa, decorada con las pieles de un lobo y dejando la cabeza del animal sobre su hombro derecho, asimismo su montura estaba férreamente protegida por una sólida barda. Aquello no podía ser una simple visita de cortesía. Cargaba con un gran bulto de una forma que no pudo distinguir hasta que este hubo desmontado.
- Kodran, qué… - Empezó a decir el doctor, pero el hombre al que se refería lo cortó en seco.
- ¡Rápido! - Exclamó furioso - ¡Garviel necesita tu ayuda!
Justo entonces O’Beoir entendió lo que veían sus ojos. Aquel bulto con el que el gran bárbaro cargaba era su amigo Garviel, aún embutido en su armadura de caballero. Decenas de negras saetas sobresalían de aquella coraza plateada que ahora apenas tenía brillo, la sangre que la cubría lo eclipsaba. Su brazo izquierdo colgaba inerte y no se movía más allá que del movimiento de vaivén que producía Kodran al avanzar, parecía que cargase con un…
- ¡¡O’Beoir!! - Gritó el vikingo, sacando al doctor de su shock inicial.
- Prod, llena la palangana de agua y ponla al fuego ¡YA!
Se acercó a su buen amigo para intentar ayudarle a cargar con aquella pesada carga. Pesada, más de lo que ninguno os podéis llegar a imaginar, no solo por el cuerpo que se encontraba dentro de aquella armadura, no por el amasijo de acero en sí, sino por lo que significaba todo aquello, como si la metáfora adquisiera peso y fuera peor que el plomo. Entraron el cuerpo dentro del hogar y lo subieron a la mesa del comedor.
“El cuerpo”.
A O’Beoir le costó aún uno o dos segundos reconocer la coraza de su amigo, aquél caballero de grandes ideales y férreos valores que no temía a nada. “Tengo a la Verdad de mi parte” siempre decía cuando se enfrentaba a algo. Ahora aquella armadura estaba completamente abollada y informe.
- Tráeme esos cuchillos - Dijo el médico haciéndose con el control de la situación.
Miles de procedimientos médicos empezaron a ordenarse en su cabeza al tiempo que empezaba a desmontar aquella protección que de poco servía ya mas que para molestar, pero cuando le retiró el yelmo todos aquellos procedimientos hicieron desbandada.
Los verdes ojos del caballero estaban totalmente abiertos en su rostro ceniciento, su boca cerrada y el pelo despeinado. La piel estaba fría al tacto y no respondía ante ningún estímulo. Le buscó el pulso en el cuello pero fue en vano y casi no podía sentir su aliento al respirar. La mirada como de muerto de su amigo fue quizás demasiado para el buen doctor al que casi le entró el pánico. Empezó a cortar correas de la armadura a mayor velocidad. Entonces apareció Prod con la palangana de agua caliente.
- Esta… mue… - Intentó decir, pero O’Beoir lo cortó
- ¡Ni lo digas! ¿Qué ha pasado, Kodran? - Quiso saber - ¿De dónde venís?
- De un puto bosque al sur de aquí - Empezó a relatar, nervioso y furioso - ¡¡Os juro que lo mataré!!
- ¿A quién? - Preguntó el otro soldado
- ¡¡A Malerik!! Ese bastardo hijo de puta…
Aquél vikingo estaba tan fuera de sí que le dió una patada a un taburete mientras maldecía y este se partió en mil pedazos. El doctor le echó un vistazo rápido, estaba cubierto de sangre desde el pecho hasta el abdomen pero sus armas, dos férreos martillos de guerra, estaban límpidas en su cinturón. Si había habido una lucha, Kodran se la había perdido. No pudo evitar fijarse en el camino sangriento que había desde la puerta de su casa hasta la mesa, aquel cuerpo manaba sangre en abundancia, se estaba quedando sin tiempo.
- Fuimos Nairam y yo a avisad a Garviel de que no nos parecía normal que ese traidor hijo de un chacal hubiese entregado aquella misiva directamente. Cuando llegamos allí…
- Espera - Quiso saber Prod - ¿Nairam? ¿Fuiste con Nairam? ¿Dónde está ella?
- Se quedó atrás - Dijo con dolor tras una pausa.
- ¿¡Qué!? - Le gritó Prod.
La sangre siguió manando de aquella armadura. O’Beoir no era capaz de retirar el peto, estaba literal y profundamente clavado al cuerpo de su amigo y tenía miedo de que si lo arrancaba por la fuerza poco quedase de este para salvar. Debía concentrarse, tenía unas tenazas de corte por algún sitio pero ¿dónde? Todo eran obstáculos y se estaba quedando sin tiempo.
Se secó la frente perlada por el sudor cuando encontró la herramienta que tanto necesitaba. Aún había una oportunidad de salvar al caballero. Los dos soldados seguían gritándose el uno al otro pero los obvió, no era hora de lamentos. Agarró una de las saetas con fuerza pero rápidamente la soltó a causa de un abundante chorro de sangre que lo asustó. “Demasiada sangre” pensó.
“Aguanta un poco” susurró con voz queda.
Metódicamente empezó a cortar una por una las saetas de madera, enumerándolas. El cuerpo inerte se balanceó suavemente como si de un maniquí se tratase.
1...2...3...4...5...6...7...
… Pero al intentar cortar la octava sus tenazas se quebraron. Sin habla apartó la herramienta y examinó minuciosamente el último proyectil.
Alabastro.
Empezó a buscar otro juego de herramientas, vagamente consciente de que agradecía siempre tener dos de cada en su casa.
Alabastro… “Pálidas asesinas” las llamaban entre los médicos, tallados con runas de los antiguos nigromantes, se decía que si inscribías con sangre de cuervo el nombre de tu futura víctima entre sus runas, esta no erraría el blanco y se incrustaría en lo más profundo de su corazón...
“... y esta saeta estaba clavada justo donde debía estar el corazón…” Se dijo para sus adentros. Tomó las nuevas tenazas y reanudó su duro trabajo.
Los gritos de sus otros amigos se trasladaron al exterior, dejándole hacer su trabajo. El silencio casi se apoderó de la habitación, dejándolo solo con el sonido del acero partirse frente a las tenazas, y de la pesada sangre de su estimado amigo chorrear duramente contra el suelo.
“Aguanta un poco”