martes, 8 de enero de 2013
Congelados en el Campamento
Esa noche el frío era realmente intenso, la verde llanura sólo iluminada por el lucir de la luna llena me acompañó en mi paseo, pero no era un paseo como el que dimos en la orilla del desierto antes de la Batalla de los Cuatro Soles, ni como el que disfruté durante mi rebelión contra todas las Reinas por las que había luchado en la Arboleda Maldita. Este paseo era distinto. Mi mente se hallaba bloqueada y mi genio eclipsado por los fantasmas contra los que había luchado en el pasado y los imaginarios lamentos de sus viudas.
La llanura era en verdad hermosa. Verde y fértil, tan idílica que mis soldados insistieron en acampar en el lugar. Ellos disfrutaban jugando a las cartas y contando anécdotas junto a las lumbres, quizás inconscientes de que algo me ocurría. Pero ¿Acaso era yo sabedor del origen de mi pesar? Lo que si era cierto es que la impaciencia por conocer nuestro próximo movimiento se notaba en el ambiente.
Volví a mi tienda con premura, atravesando el campamento por donde menos fuera visible mi presencia. Mi tienda, mi pequeño refugio donde estudiaba las tácticas de mi enemigo y reflexionaba sobre el mejor plan a trazar, estaba decorado a modo espartano, un catre, una gran mesa redonda donde descansaban cientos de mapas y mi baúl, sobre la que descansaba mi armadura, la que me acompaña desde que pisé por primera vez el campo de batalla, hace ya mucho tiempo.
Me puse de nuevo con los planos, llevábamos semanas en aquel lugar, y mis miedos se hacían cada vez más patentes: no teníamos un destino claro. Después de tantas batallas, tantas guerras y tanto saqueo nos habíamos quedado sin un solo lugar al que acudir, siquiera un contrato de mercenarios de ningún duque estupido. Caí duramente sobre la silla de madera, extraje un cigarro de mi chaqueta y comencé a fumar, esforzándome en centrar mi mente. Debía encontrar una solución a aquella no pequeña pesquisa pronto, pues un ejército sin rumbo era caro de mantener y fácil de eliminar... y era un ejército hambriento.
Tras unas horas sentí una presencia entrar en la tienda. Yo estaba recostado en mi asiento y ella procedió con el saludo militar.
- ¿Señor, quiere que le traigamos la cena? - Dijo con respeto
Me quedé un momento observandola, aun llevaba su uniforme puesto y la espada en el cinto. Su postura aun firme y congelada en un saludo militar con el casco bajo el brazo hizo que recordara los tiempos en los que aun era joven. Ella era una de mis mejores capitanes, estaba conmigo desde la batalla de las Cinco Puertas y su presencia motivaba a las tropas mejor que cualquier estandarte.
- Sí - Dije al fin- cenaré aquí.
- Señor... - Titubeo - … ¿Por qué no come con nosotros?
Su pregunta me cogió totalmente desprevenido, así como su mirada y expresión al ojear el estado de la tienda. Sus ojos se detuvieron especialmente en donde habían estado mis antiguos tabardos, arrancados durante mi rebelión contra toda Reina que pretendiese creer que podía utilizar mis fuerzas a su antojo, ahora solo había un descosido y un pobre parche que había puesto a la tela.
-Tengo trabajo que hacer, y mejor que lo tenga acabado antes de esta noche - Quise sentenciar.
- Señor, ¿permiso para hablar con franqueza? - Apenas esperó a que asintiera - Mi General, aquí apenas se puede respirar, fuera podrá disfrutar de la compañía de sus soldados y creo que necesita alejarse un poco de eso - Señaló mi mesa.
- ¡Quizás para ti “eso” sea una tonteria! - Dije, levantándome y alzando la voz - ¡Pero de “eso” depende nuestro sueldo y que salgamos a alguna guerra pronto!
- Lo se muy bien, pero aquí encerrado no lo va a solucionar en una noche, y menos en un ambiente tan cargado. Deje de hacer el estúpido.
Su franqueza me dejó patidifuso, lo dijo todo con una sonrisa y sin un ápice de malicia. Solo quiso remarcar lo evidente, y razón no le faltaba: No llevaría a mis hombres a ningun sitio si no encontraba donde llevarlos, y si mis ideas no vienen a mi, debía salir a buscarlas.
Me ofreció la mano, que tomé con indecisión y tiró de mí hasta sacarme de mi guarida. Fuera nos esperaban una pequeña selección de mis mejores soldados: Habían organizado lo más parecido a una fiesta que habíamos tenido desde que llegamos a la llanura. El buen doctor, saltándose todo protocolo, me dió un caluroso abrazo y me ofreció una cerveza helada. El resto de mis capitanes estaban allí: El Capitán de los Exploradores del Infierno, los que encontraban la ruta de suministros del enemigo allá donde estuviesen; el Capitán de la Legión de Acero, los que primero manchaban el campo de batalla con la sangre del enemigo; el Capitán de la Red Interminable, los mejores espías y buscadores de cualquier punto débil; el Capitán de la Arboleda Impenetrable, expertos en defender cualquier emplazamiento y capaces de resistir cualquier asedio. Junto a ellos se encontraba un joven sargento que recientemente había hecho buenas migas con el grupo, su escuadrón había superado todas las expectativas en el campo de batalla y le augurabamos un gran futuro militar.
Y curiosamente me sentí bien, mucho mejor de lo que me sentía dentro de la tienda, y es que cuando un problema no parece querer que lo soluciones tu solo hay que dejar que se solucione por sí solo. El tiempo, el aire fresco, una cálida compañía junto a la lumbre y una buena cerveza harían de esa espera más llevadera.
Y habrá mas batallas, y más guerras, porque tal y como dijo el Capitán de la Legión de Acero:
“Da igual cuan civilizado se crea cualquier pueblo, siempre acaban igual, matándose los unos a los otros”
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