Aprendemos
en la escuela que la erosión puede hacer estragos en cualquier estructura,
desde crear valles hasta destruir montañas. Sin que la veas venir, una ola más
grande que ninguna llega hasta ti, portando dudas, confusión y sobretodo,
desesperanza. Tu castillo se derrumba, y lo peor es que el propio acantilado te
avisó, crujiendo ante cada ola. Bajo tus pies se hace el vacío, y simplemente
caes. Hay quien piensa que lo peor es la caída, los hay que piensan que lo peor
es cuando chocas contra el suelo, pero se equivocan, lo peor es que al tocar
suelo, cuando intentas levantarte, notas todas y cada una de las piedras de la
que estaba formada tu fortaleza cayendo sobre ti. Una piedra por día,
todas te aplastan a la vez. Apenas
puedes moverte, está oscuro, te falta el aire y empiezas a plantearte todas las
dudas que traía la ola. Crees que vas a morirte cuando escuchas otro crujido
sobre toda esa montaña de escombros que tienes sobre ti ¿Otra piedra más? ¿Aún
quedan más recuerdos ahí arriba? ¿Más auto-reproches? Al rato, sin darme
cuenta, empiezo a sentir menos peso sobre mi espalda y a escuchar unas voces:
“Si, llévate esa piedra que yo cojo esta”;
“Oye, ayúdame con esta, que pesa un
montón”;
“No, esa déjala para
después, tira esta por la cuesta”.
Se supone que debo desenterrarme yo
solo, y ahí están mis amigos, que no son capaces de dejarme solo aunque yo lo
pida, quizás por empatía, quizás por pena, o quizás porque saben que es mejor
así. Quiero decirles que me dejen solo, pero no me salen las palabras.
Y ese
era solo el cuarto paso…
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